por Lenka
Siempre me han gustado las pelis de gangsters. No sé muy bien por qué, la verdad. No me entusiasma la violencia, los métodos de los clanes me horrorizan, detesto la prepotencia y el abuso al débil, la extorsión y la corrupción me parecen repugnantes, y, básicamente, me asquean el machismo, la horterez manifiesta, la ostentación descarada y la escandalosa hipocresía tan típicas todas ellas de este mundillo. Desapasionadamente, el mafioso (sea matoncete de tres al cuarto o Don) me da un cierto tufo a papagayo presumido, a soberbio insufrible, a cabrón sin entraña, a impenitente avaro, a chulo putas. Y hasta a medio analfabeto, a paletazo con pasta. Un capullo integral, pero con armas y con pasta. Un imbécil con ejército. Un gilipollas peligroso al que se teme y se odia.
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Y, sin embargo, el asunto me fascina. Me fascinan sus historias, sus lealtades (o intereses), sus traiciones, sus chanchullos, su curiosísimo sentido del honor (para lo que les conviene, claro), y también, debo confesarlo, su inteligencia. Porque quiero creer que ningún mindundi llega a manejar hilos en semejante guiñol. Se queda de recadero o de matón de tres al cuarto. Mal que me pese, he de admitir que quien manda sabe usar la cabeza. Dónde estaría la mafia si no? En el imaginario, en las pelis, en las novelas. Poco más.
Pero no pretendo hacer una tesis sobre el tema. Por ignorancia y por pereza. Lo poco que sé se me antoja demasiado complejo de explicar. Lo único que pretendía, en realidad, era confesar mi sorpresa ante una pequeña historia del Bronx. Compré el libro no hace mucho (para algo tiene que servir la Semana Negra de las narices. Cuatro puestos de libros, un par de exposiciones fotográficas, charlas con escaso público y diez mil casetas de fritangas, bisutería, cacharros y coches de choque. Pura cultura). Lo dicho, que me hice con el libro. Un guión de Chazz Palminteri. Eso me llamó la atención, así, de repente. He visto la peli varias veces y no se me escapa que el susodicho no sólo interpreta a Sonny, sino que es el culpable del guión. De la historia. Y de repente (no se me había ocurrido hasta hace unos días, justo al terminar el libro) me pregunté si esa C de Chazz no sería de otra cosa. Si Chazz no sería un mote nacido a raíz de otro más escueto. "C". La edad coincidía también. Es decir, era mera imaginación? O era autobiográfico? Y resulta que sí. Calogero Lorenzo Palminteri, más conocido como "C". O Chazz. Ese niño, ese chaval, es Chazz. Ese Lorenzo, ese chofer de autobús honrado, era su padre. Y esa historia del Bronx era la suya.
O no. Quizá hay mucho de invención en ella. Quizá Chazz no vio morir a un hombre a sus nueve años ni encubrió a un mafiosillo de barrio al que interpretaría años más tarde. Quizá no vio morir a sus amigos de la infancia, esos que de repente le parecían tan simples y estúpidos, pero que eran sus amigos, al fin y al cabo. Quizá no protagonizó una imposible historia de amor entre el Romeo italoamericano y la Julieta afroamericana, escandalizando ambos a sendos barrios, a sendos ghettos, a sendas culturas enfrentadas. No lo sé, pero es curioso de todos modos. De alguna manera existió ese Calogero. Existe, de hecho. Se llama Chazz Palminteri. Y, vaya usted a saber, lo mismo fue aspirante a mafioso, dividido entre la honradez de un padre pobre y la fascinación por el capo que le apadrinó. Lo mismo es verdad (o no) que logró sacar lo mejor de ambas escuelas. El instituto y la Universidad de la Avenida Belmont.
Siempre me han gustado las pelis de gangsters. No sé muy bien por qué, la verdad. No me entusiasma la violencia, los métodos de los clanes me horrorizan, detesto la prepotencia y el abuso al débil, la extorsión y la corrupción me parecen repugnantes, y, básicamente, me asquean el machismo, la horterez manifiesta, la ostentación descarada y la escandalosa hipocresía tan típicas todas ellas de este mundillo. Desapasionadamente, el mafioso (sea matoncete de tres al cuarto o Don) me da un cierto tufo a papagayo presumido, a soberbio insufrible, a cabrón sin entraña, a impenitente avaro, a chulo putas. Y hasta a medio analfabeto, a paletazo con pasta. Un capullo integral, pero con armas y con pasta. Un imbécil con ejército. Un gilipollas peligroso al que se teme y se odia.

Y, sin embargo, el asunto me fascina. Me fascinan sus historias, sus lealtades (o intereses), sus traiciones, sus chanchullos, su curiosísimo sentido del honor (para lo que les conviene, claro), y también, debo confesarlo, su inteligencia. Porque quiero creer que ningún mindundi llega a manejar hilos en semejante guiñol. Se queda de recadero o de matón de tres al cuarto. Mal que me pese, he de admitir que quien manda sabe usar la cabeza. Dónde estaría la mafia si no? En el imaginario, en las pelis, en las novelas. Poco más.
Pero no pretendo hacer una tesis sobre el tema. Por ignorancia y por pereza. Lo poco que sé se me antoja demasiado complejo de explicar. Lo único que pretendía, en realidad, era confesar mi sorpresa ante una pequeña historia del Bronx. Compré el libro no hace mucho (para algo tiene que servir la Semana Negra de las narices. Cuatro puestos de libros, un par de exposiciones fotográficas, charlas con escaso público y diez mil casetas de fritangas, bisutería, cacharros y coches de choque. Pura cultura). Lo dicho, que me hice con el libro. Un guión de Chazz Palminteri. Eso me llamó la atención, así, de repente. He visto la peli varias veces y no se me escapa que el susodicho no sólo interpreta a Sonny, sino que es el culpable del guión. De la historia. Y de repente (no se me había ocurrido hasta hace unos días, justo al terminar el libro) me pregunté si esa C de Chazz no sería de otra cosa. Si Chazz no sería un mote nacido a raíz de otro más escueto. "C". La edad coincidía también. Es decir, era mera imaginación? O era autobiográfico? Y resulta que sí. Calogero Lorenzo Palminteri, más conocido como "C". O Chazz. Ese niño, ese chaval, es Chazz. Ese Lorenzo, ese chofer de autobús honrado, era su padre. Y esa historia del Bronx era la suya.
O no. Quizá hay mucho de invención en ella. Quizá Chazz no vio morir a un hombre a sus nueve años ni encubrió a un mafiosillo de barrio al que interpretaría años más tarde. Quizá no vio morir a sus amigos de la infancia, esos que de repente le parecían tan simples y estúpidos, pero que eran sus amigos, al fin y al cabo. Quizá no protagonizó una imposible historia de amor entre el Romeo italoamericano y la Julieta afroamericana, escandalizando ambos a sendos barrios, a sendos ghettos, a sendas culturas enfrentadas. No lo sé, pero es curioso de todos modos. De alguna manera existió ese Calogero. Existe, de hecho. Se llama Chazz Palminteri. Y, vaya usted a saber, lo mismo fue aspirante a mafioso, dividido entre la honradez de un padre pobre y la fascinación por el capo que le apadrinó. Lo mismo es verdad (o no) que logró sacar lo mejor de ambas escuelas. El instituto y la Universidad de la Avenida Belmont.